domingo, 20 de enero de 2013

Presentación de Carcelariamente: texto de Paco Vázquez


Los distintos trabajos que componen Carcelariamente conforman un espléndido y llamativo collage, donde las artes plásticas y musicales, la literatura y el cine, se dan cita con las ciencias sociales, el derecho penal y la experiencia vivida, teniendo como denominador común el espacio de la prisión. Antes de entrar en la materia del libro me gustaría resaltar el reconocimiento que merecen Marichú y Luis Ramón por haber mantenido viva, en tiempos de penuria como los que corren, la llama de los seminarios sobre Arte y Crimen, una de las pocas iniciativas que permiten, en nuestra ciudad, el encuentro de personas versadas en prácticas y saberes diversos, para debatir sobre asuntos de un primerísimo interés púbico.

No deja de ser curioso que el encierro carcelario, evocado directamente en el volumen o por mediación de otras instituciones totales emparentadas, como el convento (estudiado brillantemente por Chema Fraile) o el barracón de los pueblos de colonización (examinado rigurosamente por Julián Oslé), siga campeando en nuestras sociedades como la manera más difundida que existe de castigo penal. La cárcel moderna –sólo de lejos avecinada con esas mazmorras que recrea la tradición oral y que comenta magistralmente Marichú- fue concebida por los reformadores ilustrados y liberales que la inventaron como una máquina de producir sujetos dóciles y reeducados. Sin embargo esta utopía constituye sólo una de sus representaciones posibles. Carcelariamente la capta asimismo desde el ángulo de la experiencia vivida por los reclusos -es el caso de Alejandro Petróvich, trasunto del mismo Dostoievski, recordado en el trabajo de Luis Ramón Ruiz, o de Miguel Hernández en su postrero peregrinaje por diversas penitenciarías de la inmediata postguerra, evocado en el capítulo de Sánchez Vidal, y también desde la perspectiva de los que, con los mejores propósitos, trataron de acercar la cárcel a la sociedad, ajustándola a los principios constitucionales, como sucede en las contribuciones de la arquitecta Blanca Lleó y de la dramaturga y funcionaria de prisiones, Elena Cánovas.

Pero lo más llamativo del conjunto es la presencia del universo carcelario como motivo de la creación. La obra poética del último Miguel Hernández, forjada en la siniestra travesía por distintos centros de reclusión, constituye en este aspecto un verdadero milagro y revela la presencia de una exuberante voluntad de poderío dentro de un cuerpo moribundo. Pero no lo es menos el experimento teatral dirigido por Elena Cánovas en la cárcel de mujeres de Yeserías, o la gestación, a propósito de la cárcel y del sistema penal, de algunas obras maestras del séptimo arte, como la Naranja Mecánica y El Verdugo, recreados respectivamente por Miguel Díaz y Antonio Gómez Rufo, este último en un trabajo sumamente revelador de los entresijos de la política y de la censura cinematográficas en el tardofranquismo.

En estos casos, el valor estético se combina con la crítica social de la institución. Y en esta dirección, el libro pone sobre el tapete un inquietante debate: el retrato descarnado que el cine ofrece de la vida carcelaria, ¿es una deformación poco ajustada a la realidad penitenciaria de las democracias avanzadas, como parece sugerir Miguel Díaz, o, muy al contrario, permite mantener vivo el malestar de los “libres”, problematizando la estricta división simbólica entre el “infame criminal” y el “honrado ciudadano” como sostiene Juan Terradillos?

Sin duda, el estado de las cárceles podría funcionar en nuestro tiempo como un sismógrafo idóneo para calibrar la calidad de una democracia. En el caso español hay que alabar sin duda los esfuerzos realizados desde que se aprobó la Constitución para intentar ajustar este microcosmos a los fines resocializadores previstos por la Carta Magna. Las contribuciones de Blanca Lleó y Elena Lleó constituyen un excelente ejemplo de ello.

Sin embargo estos empeños pueden revelarse inanes ante la realidad que desde hace tiempo empieza a adivinarse. Decía Pierre Bourdieu que la reducción del gasto dirigido a mantener la mano izquierda del Estado, la mano que cuida (educación, sanidad, asistencia social), no implica un menoscabo del intervencionismo estatal, sino un incremento de los esfuerzos –y de los dispendios- destinados a promover la acción de la mano derecha, esto es, la que castiga y sujeta (sistema policial y penitenciario).

Ese “giro punitivo” de la razón estatal marca sin duda nuestro momento histórico. Cuando las calamidades provocadas por una economía desregulada se tratan de paliar con más desregulación (del trabajo, de los intercambios, de las finanzas) y privatización (de los servicios públicos), la política penal y carcelaria acaba convirtiéndose en un capítulo del gobierno neoliberal de la pobreza. De este modo, la hipertrofia del Estado Penal acaba compensando la impotencia y retirada del Estado en materia social y económica. No es que la criminalidad (salvo la de cuello blanco, que se ha disparado en los últimos años) aumente por la retracción del Estado social, es que se criminaliza a la población desahuciada por el capitalismo flexible y el trabajo precario: los “sin techo”, los “sin papeles” (como es sabido está en proyecto una reforma de la ley que convierte en criminal a toda persona que preste ayuda a los inmigrantes indocumentados), los jóvenes desempleados de suburbio, se convierten en carne de cañón para un sistema carcelario y policial cada vez más bulímico.

En 1997 había en las cárceles españolas un total de 42.827 presos efectivos. Esto hacía un total de 113 internos por cada 100.000 habitantes, una cifra alta en la Unión Europea (donde nuestro país ocupaba el tercer lugar, sólo superado por Portugal e Inglaterra, con 145 y 120 respectivamente), pero aún muy lejos de los demenciales guarismos que presentaba Estados Unidos, con 648. Sin embargo todo hace temer que estas distancias vayan acortándose. La prisión se transforma entonces, como ha mostrado Loïc Wacquant, en la aspiradora encargada de recoger los deshechos de esa economía flexible y competitiva que se trata de implantar a toda costa. Estas “cárceles de la miseria”, hacinadas de menesterosos y metamorfoseadas en máquinas de embrutecer al animal humano, terminarían por cumplir, eso sí, según una modalidad irónica bien descrita por Foucault, los tan proclamados fines resocializadores, al convertirse en centros de formación profesional para delincuentes. A fin de cuentas, habrá que contar con un personal bien capacitado en la gestión concreta de esos lucrativos circuitos de acumulación de capital que constituyen el narcotráfico, la venta de armas, la prostitución a gran escala o la circulación clandestina de órganos y de otros materiales biológicos de la especie humana.

La saturación de las prisiones podrá llevar incluso, como ya ha sucedido en Estados Unidos, al recurso cada vez más habitual consistente en implantar cárceles privadas, donde parte de los costes de mantenimiento son abonados por el propio recluso y por sus familiares. En estas condiciones, el ideal constitucional de la resocialización y rehabilitación queda tan desacreditado como el ideal de una “economía social de mercado”, también presente en nuestra Carta Magna.

Plantado delante de este horizonte, el volumen titulado Carcelariamente –que en estos tiempos recios se ha vestido con mejores galas y sale mejor editado que sus antecesores de la serie Arte y Crimen- es una invitación a rebelarse contra semejante realidad, conjurando a la vez la severidad de la crítica social y las ensoñaciones del arte; la indignación y la promesse de bonheur.

Francisco Vázquez es Catedrático de Filosofía de la Universidad de Cádiz y colaborador del Proyecto AyC. Con este texto presentó Carcelariamente el pasado 11 de enero en Cádiz. Agradecemos que nos lo haya cedido para su publicación en el blog.